miércoles, 16 de octubre de 2013

Alegoría de una diosa en su sensibilidad y yugo


No pedí estas alas sangrientas,  salvias purpúreo-rojizas que salen de mi dorso dibujando una pequeña joroba, algo puntiaguda pero leve. Me han llorado las nubes lo suficiente para hacer germinar en mí las malas hierbas, mi plantío del alma se ahoga entre ciperas y juncos.

Inmovilizada por la pesada cruz de estas alas de brillo deslumbrante (perenne recuerdo de mi inmortalidad). Mortal soy cada tarde de niebla. En carne viva quedan mis alas rubíes, abrasadas por los abrazos consumidos en los tiempos.

Pero nunca muero.

Prometeo mujer: más fuertemente dolida y con el vientre fértil para parir la esperanza. Vuelvo a vivir en la constante simetría de la vida. Renacer con cada luna ida. Con cada sol nacido, y sentir pesar por estas alas extrañas, dadas solo a mí como un calvario de libertad y compasión (en la miseria del mundo). Estas que me levantan en vuelo y no toleran barreras.

No pedí estas alas, ni aquel amor, ni mi nombre, pero he nacido bajo las líneas siderales del destino:
diosa, prisionera de mi propia valía, con éstas pesadas alas  y el poder de decidir el mañana de mi propia humanidad.


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