jueves, 30 de octubre de 2014

El juicio de la sirena


Señor juez, ¡me declaro culpable!:


De pensarlo casi a todas horas, él es como esas fragancias que se quedan adentro, a pesar del sudor y a pesar de los besos, o mejor dicho, a causa del sudor y a causa de los besos.


Declaro que su ternura casi siempre me asalta, un desliz a mi frío racional y a mis murallas, lo puedo comparar quizá con el viento, pues no admite barreras, colado por los poros y las rendijas de las puertas, o brillando tras las cortinas cuando la luna se enfada y se le enrojecen las mejillas.


Quizá las palabras de algas que me salen por la piel, puedan abrumar su rebeldía, solo equiparable con la mía. Vivo prendida de cada cosa suya, de su abdomen, de su risa, de su obstinación y su sueño pesado.


Verdad, señor Juez, que las almas se hablan sin hablarse y los besos son puentes que se tiran unas a otras, unas muy raras, muy únicas quieren encontrarse, por eso se besan. Y mis dedos sobre su piel son las llaves a otro tiempo, más allá de los cuerpos, más allá de nuestros hermosos cuerpos en sus hermosas danzas improvisadas.


Si me debe condenar, señor Juez, hágalo, pero mi halcón ya dice que su bosque es su casa, y pide volver para sobrevolar sus picos y montañas. No me hable de racionalidad, de comedidos actos, si tiene que enviarme al exilio, hágalo.


Intente contener un fuego: tiene dos vías: o lo quema o se le apaga. Señor Juez, átame al respaldar de la cama, mi cariño de tsunami puede ser contraproducente para él, las sirenas solo queremos sumergidas bajo el agua, y nuestros cantos o lo atrapan, o lo matan…


Sí, señor Juez, mea culpa, dícteme una sentencia.


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